Por Cecilia Oré
Nací en Ica. Viví 17 fascinantes años en la encantadora, pacífica y cálida ciudad. Imposible olvidar los paseos domingueros con la familia. Las meriendas sentados sobre un mantel a cuadros al pie de la Achirana -canal de regadío construido por el Inca Pachacutec- y oír de boca de mi madre, la historia del Inca enamorado de una doncella iqueña.
Recuerdo las caminatas que hacía acompañada de mis hermanos y amigos hasta la Laguna de Huacachina, los gigantes verdes que flanqueaban el camino e inclinados saludaban al vernos pasar. ¡Como olvidar el elefante con la trompa levantada formando un arco de bienvenida camino a la laguna! En realidad eran dos árboles caprichosamente formados.
Otras veces, con la abuela y hermanos, hacíamos la caminata sólo hasta la iglesia de Luren. En la esquina, con la demás gente aguardábamos el viejo ómnibus escarlata. La única movilidad con destino a Huacachina en ese tiempo. Que delicia esos viejos asientos de cuero desgastado y los chirridos de su madera cuando iniciaba el viaje. Cinco kilómetros de aventura sobre esas cansadas ruedas que nos mecían como a bebés de pecho.
Al llegar al oasis, sin perder tiempo, ¡subíamos jubilosos al mismo cielo! Nos esperaban las empinadas pirámides de arena, para jugar y revolcarnos sobre ellas. Llegar a la cresta, era llegar al mismo paraíso. Silencio. Sol. Arena. Paz.
Contemplaba el rebaño de dunas en el horizonte... -¿Acaso no es este el cielo?- pensaba de niña, al mismo tiempo que hundía las puntas de mis pies descalzos en la menuda arena como quien asienta una bandera al vencer el Everest.
Octubre nos regalaba días festivos y fervor religioso. La peregrinación para ver a la Virgen de Yauca era masiva. La muchedumbre dispuesta a caminar durante toda la noche para llegar al pueblito y venerar a la inmaculada patrona. Una semana después, iniciaba la Novena del Señor de Luren. Cada día cerraba el acto religioso con fiesta de luces, bombardas y el griterío que provocaba ver a la niña de papel y caña, torear a un gracioso bovino volatín con pequeños cachos que amenazaban salir disparados echando chispas. Nos provocaba mucho nervio y risas.
La Procesión del Cristo de Luren en cambio, era conmovedora. Fervor y lágrimas al ver al crucificado que expiraba ante nosotros. Con un gran nudo en la garganta y los latidos del corazón que sincronizaban con los compases de la marcha fúnebre. Cientos de fieles aglomerados, llevando velas encendidas. ¡Ay de aquellas mujeres de melena larga si les seguía el paso un distraído feligrés, al rato lo veíamos tratando de apagar la cabellera que tenía delante.
El verano llegaba con las deliciosas frutas como el mango de chupar y las dulces uvas. Podíamos escoger entre una variedad grande de frutos bendecidos con extraordinario sabor gracias a la ideal dupla: tierra fértil y clima seco.
El calor era propicio para que mi madre prepare la fresca mazamorra de uva, que una vez cumplido su tiempo en el refrigerador, sacaba para servirnos en plato hondo con leche fresca de vaca, igualmente bien helada. ¡Que delicia!
Los días de playa eran los mejores. Viajábamos a Pisco. Si papá estaba muy apurado llegábamos tan sólo a El Chaco y compartíamos el mar con mucha gente, embarcaciones ¡y algas! Era mejor ir a la Mina o Lagunilla.
Una mágica experiencia : acampar en Mendieta sin más gente que nosotros. En la playa Mendieta descubrí el portentoso firmamento con millones de estrellas de diversos tamaños y muchas estrellas fugaces que juguetonas aparecían en la noche aterciopelada. La indiscreta luna nos revelaba los secretos del mar. ¡Imposible olvidarte paradisíaca Mendieta!
Ahora, al pasar los años me puedo deleitar cada vez que regreso a mi Ica querida, pues siempre me obsequia cálidos vientos, deliciosos frutos, misteriosas arenas, alegres campiñas, vinos y piscos néctares de los dioses. Y más recuerdos.
Muy hermosa descripción de esta bendita Tierra que tanto queremos.
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