En el fondo creemos en labrar la tierra como jardineros enamorados de su jardín. Con labriegos así quizás podamos hacer que reine la justicia sobre el planeta.
Alberto Benavides Ganoza
Cecilia Oré
arteygestioncultural@gmail.com
La primera publicación de Revista ICArte en que mencioné al dueño de Samaca, fue en un artículo dedicado al Festival del Huarango, hace más de una década. El iqueñísimo notario César Sánchez Baiocchi, me contó sobre aquel festival, y por primera vez oí sobre: Alberto Benavides Ganoza: dueño del fundo orgánico Samaca. Al interesarme indagué mucho más y descubrí que era el creador de la Biblioteca Abraham Valdelomar de Huacachina; de la Editorial del mismo nombre; de la única radio cultural en Ica, Radio Amauta; promotor de importantes eventos culturales como Poetas en la Arena, Concursos de Cometas de caña y papel, todos desarrollados en Huacachina, etc. Desde esos años, sigo de cerca los valiosos aportes de Alberto Benavides que han generado desarrollo cultural en Ica y he sentido la necesidad de decirle GRACIAS por lo que Ica ha recibido.
Luego de leer el libro "El campo es santo" y sus escritos en "Huarangales de Samaca" de Alberto, empecé a frecuentar su tienda Samaca (en Lima) y consumir sus productos porque llegan desde mi tierra y son amigables con el planeta. Se acrecentó más la ilusión de conocer el fundo orgánico que ha merecido aparecer en publicaciones y programas de televisión. Alberto Benavides Ganoza ha creado su propio mundo en Samaca y yo deseaba conocerlo. Samaca es más que un fundo, es una filosofía de vida, es historia, es arte, es poesía.
Hasta que llegó el día.
Tuve una linda cena familiar por mi cumpleaños. Unas horas más tarde, a las 2 de la madrugada del 9 de setiembre, salí para abordar un ómnibus de Cruz del Sur que me llevaría de Lima a Ica. Llegué a las 6:30 am. aproximadamente. Una persona de confianza de Alberto me recogió gentilmente de la agencia de transportes. En la van, también viajaban un amigo gestor cultural de Chincha, Víctor Campos, su esposa Cecilia y un profesor de escuela. En Ocucaje esperamos a otras personas más, algunos subieron a la van y otros con auto se acoplaron, pues para llegar necesitan tener un guía. Se unieron un par de autos más y cruzamos el desierto, hasta que una hora más tarde llegamos a Samaca. En el camino no pude evitar la emoción, mi asiento al lado de chofer, permitió apreciar el camino en el desierto y admirar las señales de verdor, y pasar la caseta del vigilante, llegamos a nuestro destino.
Ese día sábado fue un día especial. Se celebró la fiesta de las llamas. Tuvimos una cálida bienvenida y nos invitaron a desayunar una deliciosa patasca. En el lugar había visitantes de Lima llegados el día anterior, algunos recorrían los alrededores, otros estaban en el comedor, un pintoresco ambiente que nos habla de poesía, de vida natural, de la tierra. Enormes mates adornan una gran mesa de sólida madera, a su vez, los mates son contenedores de fruta unos, de pan otros. Frascos de vidrio con la etiqueta de Samaca contienen prodigios que se producen en el lugar, como son las aceitunas secas, la miel de abeja, los tomatitos desecados, el aceite de oliva, el jarabe de huaranga, etc. Todas esas delicias completaban el copioso desayuno.
Sonrisas y diálogos fluían juntos, como fluyen las aguas cristalinas en un río. Era la magia del lugar. Todos los asientos se fueron ocupando y llegó Alberto para saludar a los recién llegados.
Reconocí algunas personas como el músico Pochi Marambio ; Carlos Reyes, alcalde de Ica y su esposa, el poeta uruguayo, y un huésped de Samaca, el extraordinario poeta Martin Horta a quien conocí años atrás en la Biblioteca Abraham Valdelomar en Huacachina.
Terminando el desayuno se oyó música cerca al comedor. Un dúo de músicos, tocaba con destreza la quena y antaras de barro, estaban en un altillo a manera de escenario frente a un espacio abierto y techado, idóneo para tertulias artísticas.
Luego de oír varias piezas musicales, nos invitaron a recorrer los talleres y el museo. Nuestro guía fue Martín Horta. Vimos el taller de cerámica, entramos al taller de hilado y vimos una demostración del manejo de la pushka. El algodón de exótico color siena es la apreciada fibra que más utilizan para elaborar piezas que ponen a la venta en su tienda. Finalmente llegamos al museo, importante la aclaración: "Nosotros no huaqueamos, lo que albergamos son piezas encontradas, posiblemente producto del huaqueo y abandonadas en el lugar". Haciendo un encantador cierre al recorrido, el duo nos regaló música idónea que nos conectó por unos instantes con nuestros antepasados.
Así trascurrió el día entre música, buenos potajes y haciendo nuevos amigos. En el almuerzo degustamos una exquisita pachamanca. Luego del Almuerzo nos invitaron a bailar y participar junto a la banda de música "Melodías Andinas" y danzantes llegados desde Huancavelica.
Tomados del brazo fuimos danzando todos los visitantes, siguiendo a la banda musical hasta ingresar todos juntos al corral de las llamas. En el trayecto de la mañana conversé con Elmer Janampa Guzmán, y me contó que fue él quien regaló cinco llamas a su amigo Alberto Benavides. Estas han crecido y se han multiplicado y hoy en día son alrededor de cuarenta.
Alberto llegó poco después para iniciar con el ritual que caracteriza aquellas fiestas. Todos recibimos hojas de coca para luego hacer la ofrenda, algunos chacchaban coca. Yo lo intentaba como lo he hecho en otras ocasiones, cuando participo en actos donde prevalecen las costumbres originarias.
Luego los asistentes de Alberto fueron sujetando una a una las llamitas, una vez quietas, Alberto ataba una cinta blanquiroja en el largo cuello de cada uno de sus camélidos. La tarde adquiría una luz más cálida y el acompañamiento de música en vivo le daban esa atmósfera mágica, que todos los que estábamos dentro del espacio de las llamas, sentíamos. Personalmente sentí la conexión con los más de 5 mil años de memoria con la tierra en la que nací, con mi Ica.
Fuimos varios los que nos animamos a bailar en el centro del corral, sobre la tierra, entre las llamas. El sol iluminaba horizontalmente, y todo lo que veía tenía más encanto. Compartimos la coca y chicha de jora, no sin antes brindar con la pachamama.
Cuando los rayos del sol se fueron debilitando y el aire frío se hizo sentir, retornamos a la casa. La banda siguió tocando no muy lejos del comedor y todos danzaban, moviendo en ida y vuelta las ramas a manera de escoba. Me sacaron a bailar una vez más, y no pude resistirme. Mis rodillas operadas me decían no más, ¡por favor! pero no pudieron detenerme. Estaba feliz de estar por fin en Samaca y tenía que celebrarlo. Si una enseñanza me dejó la pandemia es que el hoy es real, el mañana no sabemos si habrá.
La noche llegó y la tertulia empezó, con Pochi Marambio y sus canciones para niños, ellos fueron los que disfrutaron más y bailaron recibiendo de manos de Pochi unas lindas flores. Junto con la música, llegó el pisco para contrarrestar el frío, siguió la tertulia con el Grupo Purumpa y un derroche de energía y alegría en cada canción. Mi preferida es el poema Tristitia musicalizado . Lo escuché mejor que nunca.
Luego nos invitaron a pasar al comedor, había sopa casera y más patasca, pan, delicioso queso, etc. Todos reunidos conversábamos y disfrutábamos de los potajes calientes.
La hora pasó y llegó el momento de despedirme y agradecerle a Alberto por un día perfecto.
Eran más de las 10 de la noche y afuera, el camino, estaba totalmente oscuro. Íbamos 5 personas en la movilidad que gentilmente Alberto nos proporcionaba. Yo me quedaría en el terminal terrestre para viajar toda la noche a Lima. No tuve temor de nada, el chofer conoce de memoria el camino y ese día maravilloso que "me abrazó el alma" me duraría toda la semana.
En mi mente seguiría disfrutando de los poemas cortos de Alberto con su voz en tono grave y pausado, de cada pensamiento caligrafíado por él en tinta de huarango que descubría en los distintos ambientes; de la música del arpa, violín y tamboril que bailé en el corral con la llamas como si estuviera en las mismas nubes; miraría las llamas con sus elegantes cuellos con esos reflejos cálidos del sol del desierto, recordaría el intercambio de sonrisas con gente desconocida que sentía tan cerca, hablaría a las hojas de coca para agradecer a la tierra... y a la sabiduría de Alberto Benavides, porque la pandemia le dio la razón en su forma de vida tan poco comprendida, por enseñar a otros sin proponérselo, sobre el respeto a los animales, a las plantas, a la tierra.