15 agosto 2016

Los lentes negros de mamá nos hacían sospechar que otra vez él la había golpeado





El sábado 13 de agosto se realizó una multitudinaria marcha pacífica apoyando la Campaña NI UNA MENOS, contra el maltrato a mujeres que muchas veces termina en feminicidio. La denuncia trata sobre la grave situación de impunidad con que actúa el poder judicial absolviendo al agresor.

Varias regiones del Perú participaron compartiendo casos y animando a la población a unirse a NI UNA MENOS. La redes sociales le dieron prioridad al tema y los iqueños no estuvieron ajenos a esta valiosa iniciativa.  Una vigilia en la Plaza de Armas el día anterior a la marcha, alentó a los iqueños a participar y el día central también levantaron su voz.

El profesor Cesar Panduro con la destreza de su pluma comparte su mundo interior como quien voltea un guante y deja visible el forro, compartió en su muro de facebook un relato con un conmovedor mensaje:  "Vamos a la marcha. Esto es lo que pasamos mis hermanos y yo". 

Por CESAR PANDURO 

Cuando veíamos las cometas enredarse al cable, corríamos a ver si parte de su cuerpo podía recuperarse. El pabilo, que colgaba como cabello de nube, lo cortábamos con los restos de una botella rota y lo enrollábamos en nuestros dedos. El esqueleto de la cometa, una caña hilada en sus bordes con olor a cielo, quedaba en el recuerdo de haber sido avión por un instante.
En casa, los lentes negros de mamá nos hacían sospechar que otra vez él la había golpeado. Ella nos recibía con la cena caliente. Una sopa con dos o tres verduras y unos fideos como lombrices nadaban en los platos. Nadie comía. La sopa era salada, no sabíamos si por las lágrimas que corrían por nuestras mejillas o por el descuido de mamá ante su dolor. Él casi nunca estaba de día. Era un animal nocturno en nuestra vida. Una bestia que había engendrado en el vientre de una mujer tres tristezas que volaban cometa. 
Mamá sabía disfrazar sus golpes. Esos lentes negros que le regaló tío Fidel en su cumpleaños eran grandes como la noche. La primera vez que la vi golpeada fue cuando me acerqué a darle un beso. Su piel, que siempre olía a verduras o a cariño, olía entonces a ungüento. No quiso sacarse las gafas. Pero vi en una de las esquinas de su cara un moretón. No dije nada, solo regresé a mi cama. Esa noche me quedé despierto hasta tarde. Mientras mis hermanos dormían, me acerqué a su dormitorio. La vi llorando. Tenía entre sus dedos un rosario y una vela. Los lentes estaban tirados en el suelo. Sus ojos, que me miraron desde que era una larva creciendo en sus brazos, esos ojos que se desbordaron al verme salir desde un dolor, esos ojos marrones claros como su alma, esos ojos estaban hinchados, verdes, casi cerrados; sus cejas eran líneas diminutas como un arroyo seco y algunas de sus pestañas no estaban. 
Ella no notó que la espié. Quise llorar junto a ella. Descalzo, sin hacer ruido, llegué a mi cama. La almohada tuvo que hacer de esponja esa noche. 
Muy temprano se levantó a preparar el desayuno. Sus manos suaves sobre nuestras cabezas nos despertaron. Al percatarse de que no me levantaba, vino hacia mí. Notó mi rostro pálido. Me tocó la frente. Presurosa, fue hacia la cocina que se llenaba de espuma por la avena que rebosaba la olla. Después de apagar la mecha, dio un respiro. Su hermano no irá a clases hoy. Él está enfermo. Yo la oí decir, ¡Dios, y ahora con qué plata lo curo! Al escucharla hice un esfuerzo y me levanté. Mamá, estoy bien, no me duele nada. Pero en el fondo quería decirle que la había visto llorar, que no tuve el valor la noche anterior para abrazarla, colgarme en su pecho y que riera, que no importaba que la sopa nunca tuviera carne ni que en la escuela la profesora nos pidiera diariamente los libros que no podíamos comprar. No importaba la cometa enredada en el cable. 
Me dijo: si estás bien, entonces te llevaré a clases. Hace mucho que ella no me bañaba. Tuve vergüenza de mostrarle mis genitales. Deslizó sobre mi cuerpo sus manos; la toalla que sacó del cordel secó mi piel. Camino a la escuela, los lentes otra vez vinieron a su rostro. Fui con ella hasta el salón. La profesora nos recibió con amabilidad. Me hizo pasar. Tuve envidia de los otros niños. Sus madres eran felices de noche con sus padres, y seguro harían el amor al dormirse ellos; en cambio mi madre, sola y con unas ojeras como lagunas bajo sus pupilas. 
Mi madre regresó a casa. Cuando la vi de espaldas me pareció más bella. De su cuerpo acuoso y alto como las palmeras que había en la escuela, salí nadando. La imagino afligida ante la abuela que toda la vida le recriminó salir embarazada a los 18 años. La pienso con su panza de luna sobre su ombligo, frotando su piel para acariciarme. 
Cuando veíamos volar las cometas, Dios se convertía en un gigante de cara azul con bigotes blancos, con un ojo amarillo y cejas que llegaban hasta el mar. Nuestro pabilo quería llegar a él y pedirle que perdiera los lentes negros de mamá y volviéramos a ver esos ojos marrones, libres y bellos en su estatura natural